martes, 13 de diciembre de 2011

Cuando los pueblos requieren imaginación

6 DE DICIEMBRE DEL 2010 . VANGUARDIA  

“El primer cambio importante en la historia de la humanidad fue el nacimiento del cristianismo; el segundo cambio fue la revolución francesa; el tercer cambio es la llegada de la hora de los pueblos, y es la hora de los pueblos, la que todos estamos viviendo", nos dijo José María Velasco Ibarra en la plaza San Francisco de Guayaquil a las decenas de miles que concurrimos a escuchar al profeta de la política ecuatoriana. Poco después llegó al poder por quinta y última vez, ejerciendo la Presidencia al principio como presidente y luego como dictador, hasta que la codicia por el control del petróleo hizo que nuestros militares abortaran el proceso electoral, impidiendo el triunfo de su adversario, al que el viejo Velasco bautizó como el matón colosal: don Assad Bucaram.
Hoy, la profunda mala hora por la que pasa el accionar de los católicos, afecta al dividido cristianismo.
La libertad, igualdad y fraternidad de los revolucionarios franceses ya no está representada por la limpia imagen de Marianne, pues la reemplaza la inquieta Carla Bruni. Bien podría entenderse que en el siglo XXI la hora de los pueblos consiste en dar la espalda en las urnas electorales a los candidatos históricos del poder religioso y político. Particularmente en nuestro occidente, las multitudes retiraron la confianza a los que aspiraban a seguirlas gobernando, inspirados en las reglas del pasado, y prefieren elegir a personas como Barak Obama, un negro que hoy no lo entienden ni los negros ni los blancos, o a Dilma Rouseff, la fuerte exguerrillera carioca inspirada en Lula que afirma que entre ella y el Banco Central del Brasil van a eliminar la pobreza. La realidad política y electoral de Uruguay, Paraguay y Argentina va en la misma línea. La conducta popular del chileno Piñera y los abrazos del colombiano Santos con el comandante Chávez, demuestran que hoy nadie quiere aparecer como derechista, pues todos ponen distancia con las instancias religiosas, y decirse socialista es sinónimo de academia y modernidad.
En nuestro Ecuador la hora de los pueblos es la hora de la Pachamama. Gobernar a la manera de la Pachamama puede ser difícil o fácil. En realidad, no hay que imitar a la Pachamama, simplemente hay que inventarla. Ahora bien, para inventarla bien inventada hay que tener mucha imaginación, algo que le sobra a nuestro Presidente, por lo cual para él lo más fácil es conducirnos por el laberinto de la democracia ecuatoriana, ruta en que a ratos tenemos un Presidente que no respeta al poder legislativo, y a ratos tenemos un dictador que sí lo respeta, cosa fácil de hacer si a los legisladores no les importa el cómo se los trate desde Carondelet, siempre y cuando no haya muerte cruzada, ni se les cruce nadie en el triste papel que la Revolución Ciudadana les ha asignado, el de aprobar todos los proyectos de leyes que les sean enviados por el compañero presidente.
Parte de la responsabilidad de presidir el Ecuador en la hora de los pueblos, es mantener una sólida relación con el Fiscal General, con el Consejo de la Judicatura y con la Corte Nacional de Justicia, por lo que la imaginación presidencial tendrá que llenarse de malicia, para que allí sean colocados tres compatriotas que respondan directamente al Presidente, y no se crean autónomos, como el vicecanciller Kintto Lucas, que se tomó la libertad de creerse canciller y presidente, y se dejó llevar por su corazoncito marxista, olvidando que en los regímenes de la hora de los ueblos la ideología es siempre una creación del único que interpreta el sentir popular: el Presidente. Y si éste no quiere pelearse con los gringos o con los colombianos, no habrá pelea posible.
En la hora de los pueblos hay que convencer a los ecuatorianos de que no leamos la prensa. Para esto el Presidente repite todo el tiempo que la prensa es corrupta. También el Presidente tiene que sacar manteca en el dial de la televisión, para intercalar los canales públicos. En la hora de los pueblos, el Presidente tiene que sudar para que no lo bajen de la maroma, como le pasaba a José María Velasco Ibarra.

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