24 de marzo del 2009 . VANGUARDIA
Rafael Correa fue dueño del 80 y pico por ciento de los votos que llenaron de asambleístas el grotesco mausoleo de Montecristi y un año después, del 60 y pico por ciento de los votos que aprobaron la biblia de la Pachamama o Constitución siglo XXI.
En abril Correa, en su condición de santísima trinidad de Alianza País, con un 45%, seguirá como Presidente ininterrumpido, pues no pidió licencia y se salió con su soberbia de ser presidente/ candidato las 24 horas de cada día; cuando bien pudo encargarle la silla presidencial a Lenin Moreno que, generoso e incondicional, se habría quedado montando guardia en Carondelet, incluso los domingos, por si regresan las arrugadas figuras del príncipe Carlos y Camila, la pelucona rubia que Correa no quiso recibir.
Nuestro Presidente, adelgazado de un 80 y pico a un 45% de votos, continuará al mando, pero con una nueva carga moral y legal, la de ser liquidador de la quiebra del Ecuador, producida por él al haber aumentado irresponsablemente el gasto público para comprar las votaciones populares que lo llevaron a tener una Constitución hecha como traje a su medida, pero ahora ya sin dinero para seguir ilusionando a los millones de ciudadanos que la aprobaron.
Otra sería nuestra realidad si la austeridad hubiese presidido. Esto siempre le pasa a los pródigos, pues tan pronto reciben dinero comienzan a botar la plata que heredaron, se les secan las fuentes.
Nuestra iliquidez no es culpa del decadente primer mundo, es culpa de Correa y de nosotros, pues cada vez que tenemos dinero, nos brota el naco nuevo rico que llevamos adentro desde aquel día en que el ridículo general Bombita puso en un santuario un barril de crudo.
Que no nos extrañe que Correa no haya aprendido mucho en la Católica de Guayaquil, pero es imperdonable que él como becario, pues ellos deben ser mejores estudiantes, no haya aprendido de sus maestros en Bélgica y EE.UU., que una sociedad económica y culturalmente básica como la nuestra no sale adelante botando el dinero como el demagogo Chávez en la empobrecida Venezuela, ni entregando el control a las extremas derecha o izquierda, sino basándose en conducirnos con la ley en la mano a un acuerdo nacional, dando el gobierno el ejemplo de austeridad y sobriedad.
Este gobierno no cree en el desarrollo privado, ni ha generado producción pública ni privada.
Nuestro abismo fiscal es gigante; ni un redivivo Clemente Yerovi sabría qué hacer, pues en 1966 un Chevrolet costaba 100 000 sucres —hoy 4 dólares—; moneda única que la revolución ciudadana está condenada a mantener, pues el día que nos paguen con bonos, quichuas o chifles, Correa tendrá la obligación moral de practicarse el haraquiri político.
Cuando regresó de Irán, él, muy sobrado, anunció —sin poder hacerlo— que convocaría a una reunión de los miembros de la OPEP. Lo dijo seguramente inspirado en su dictatorial convicción de que él por ser Presidente es Jefe del Estado, creyéndose jefe constitucional de los poderes legislativo, judicial, organismos de control, militares y del chapa de la esquina.
Pues bien, a partir de abril Rafael Correa tendrá que escoger entre seguir gastando lo que hay y no hay; o tornarse en Presidente serio, y asumir su papel de síndico o liquidador de lo que él mismo quebró como Jefe de Estado. Los países sí quiebran, aunque no desaparecen. Los que desaparecen son los malos gobiernos.
Un liquidador serio no lanza a nadie la culpa del desastre que halla en su escritorio. Un liquidador serio vende el avión y la caravana del que reemplaza; despide a toda la corte de guardaespaldas y esbirros de la administración fallida; cobra a los deudores de la AGD y SRI; cancela las comisiones bobas como la de Angostura; vende activos y negocia con los acreedores sin gritarles que sus pagarés y bonos son inmorales, pues creerán que tratan con el Jefe que quebró al Estado y no con el Presidente convertido por elección popular en liquidador serio. Así de dura es la vida en el trópico, ahora que la crisis ya es de todos.
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